Ayer noche en casi todas las localidades de mi comunidad autónoma, y aseguraría que de todo el país, se celebraron las tradicionales verbenas de San Juan. Es, dicen, una noche mágica donde no faltan la cena, la bebida, la música, el baile, los fuegos artificiales, los cohetes en familia y las hogueras.
La palabra “verbena” se aplica de la planta del mismo nombre, que antiguamente se ofrecía a los dioses. Esta planta desprende un olor profundo a la que se atribuyen poderes afrodisiacos, (será cuestión de plantarla en mi jardín, digo yo).
Es la noche del solsticio de verano, la fiesta en honor del sol porque este día está en su punto más alto y eso hace que sea propiciatoria de fertilidad y riqueza. La naturaleza está en su esplendor y es la noche en que los cuatro elementos tienen más virtudes que pueden incidir en nuestra vida. Por ello, de este hecho, arrancan una cantidad de creencias y rituales que mezclados con el concepto festivo del día lo han hecho variado y con mutaciones necesarias que le han permitido sobrevivir y renovarse con el paso de los años. La costumbre es de liberación y deseo, por lo tanto existe una simbiosis entre el concepto tradicional y el concepto lúdico. Es difícil saber donde comienza uno y donde acaba el otro. Es una noche de permisividad total que puede llevar a límites insospechados.
Esta noche, también se dice, las plantas, los árboles y las flores tienen su máximo potencial curativo. Mi madre tiene una fe ciega en ellas, está esperando que mañana día 25 abra su establecimiento una amiga herbolaria para proveer de plantas recogidas a las doce de la noche. (Me figuro a que estómago irán a parar las infusiones).
Celebramos la verbena en el jardín de los vecinos. Fue muy agradable la compañía. A escasos cien metros, en una plaza del paseo marítimo, una orquesta nos amenizó la velada, no necesitamos conectar ningún aparato de música. Todo bien hasta que escuché la voz de la cantante… “detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca”…
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“Amanecimos, Anna y yo, entrelazadas, un solo cuerpo, un solo espíritu. Sorprendidas por haber llegado hasta donde llegamos, por estar donde estábamos, por tener el alma liberada tras una noche de mutua complicidad, de desahogo, de continuos descubrimientos, de ofrendas, de exigencias sexuales sin límites… hasta no dejar sin descubrir el más ínfimo poro de nuestra piel por donde destilaba el delicioso néctar de la sensualidad.
Nuestros encuentros fueron acortándose a pesar de habernos prometido tiempo para pensar, las conversaciones telefónicas había momentos en que aparecían los contenidos más subidos de tono de cualquier línea erótica, descubrimos un nuevo lenguaje impensable tiempo atrás, pero los instintos y su realización los reservábamos para nuestros momentos (“bis a bis” como ella decía).
Decidimos pasar unos días juntas. Lejos. Pusimos fecha. No importaba donde, y le dije que fuera ella la que eligiera el lugar y le pedí, juguetona yo, que no me lo dijera, que me sorprendiera una vez más, pero sin pasarse de un presupuesto aceptable y acorde con la economía personal, no fuera cosa que se le ocurriera dar la vuelta al mundo en globo. A pesar de haberle dicho que no quería saber nada la machacaba insistentemente para que me diera una pista, pero ella permanecía inflexible. Incluso una noche, en la cama, a la mitad del camino en que yo la llevaba al placer le dije que o me lo decía… ¡o paraba!. Ni por esas. No hubo forma de que abriera boca… (la mía, por supuesto, no se detuvo ni se cerró), solo ella la abrió para soltar un larguísimo ¡ufffffffffffffff! después de…
Me citó a una hora determinada en la estación de ferrocarril de Barcelona. Cuando llegué ya me estaba esperando, nos dimos un beso (causando la correspondiente sorpresa en algún que otro pasajero) y sin ningún asomo de romanticismo le salió la vena catalana diciéndome que le debía 600 euros, de momento. ¡Que borde! Estaba yo pensando en ello cuando anunciaron por megafonía: “Situado en vía 2 tren hotel destino París…”
-Vamos cariño, es el nuestro
-¡Anda ya! –se me ocurrió decirle-
-Bien, si no quieres venir, ya que me has pagado se lo digo a aquella rubia tetona que nos está mirando
-No serás capaz
-Claro que no. Tantos días montándome el viaje, mordiéndome la lengua por no decírtelo y ahora que estás aquí, sin preguntar nada, ¿cómo voy a renunciar a nuestro viaje de novias?
-Que yo sepa no soy tu esposa, ni siquiera has tenido la delicadeza de pedírmelo
-¿Para qué? Estoy segura que aceptarás.
Cuando nos separamos de un nuevo beso me pareció ver en el rostro de la rubia una mirada de… ¿envidia?.
Describir lo que representaron para las dos aquellos cinco días en la ciudad del amor es imposible. De día nos pateamos los lugares más significativos, El Louvre, la Torre Eiffel, Montmartre, Nôtre-Dame, el Barrio Latino, hasta que nuestros pies pedían auxilio. El “Paris la nuit” lo recorríamos en la cama de la habitación del hotel, riéndonos de las veces que después de hacer el amor nos decíamos si por un “descuido” habíamos “encargado” un niño o una niña. ¡Locasssss! Solo la última noche me sentí mal (¿las dichosas defensas?), su actitud me llegó al alma: “Tranquila, amor mío, estoy aquí”.
A nuestro regreso, pasados dos días, pensé que la visita a mi médico de cabecera no podía esperar, y por el momento no lo quise comentar con Anna. ¿Cómo iba a decírselo si una mañana me llamó al trabajo y me dijo que lo que más deseaba en esta vida era… ¡que viviéramos juntas!. No me dio tiempo para responder, colgó el teléfono. Le conté a mi compañera Carmen la proposición y ella, como siempre tan directa me dijo: “¿A qué esperas para decir que sí?”. La llamé tres veces hasta que respondió:
-¿Qué pasa, Anna? ¿Tienes trabajo?
-No. Sabía que eras tú
-¿Tienes miedo a mi respuesta?
-Si.
-Si te digo que no ¿te suicidas?
-Ahora mismo y con el veneno más fuerte que tenga a mano
-Tu no tienes veneno en el trabajo, solo aparatos, o sea que como no te electrocutes…
-No te rías, por favor, que tengo un sofoco encima que no veas
-¿No será que esos sofocos te vienen de un embarazo? –le dije sin que notara que me reía-
-Todo es posible, Marina, pero ¿qué me respondes? –hizo una pausa y yo también- ¿me vas a responder o nooooo?
-A ver, amor mío, -le dije- ¡cómo, cuando y donde!
-Si tu quieres…compartiendo gastos… programando labores… compaginando horarios… pienso que… ¡narices, Marina, es que tu cama me encanta!
-No lo dudo, como es articulada… Óyeme bien, a las nueve de la noche en Vil.la Alexander –y colgué-
Otra vez a “nuestro” restaurante favorito. En poco tiempo era la tercera vez que aparecíamos por allí (no sería la última), no llegábamos a tanto como para ser consideradas de la familia, pero sí que dábamos que hablar a juzgar por las miradas y los cuchicheos de los comensales de otras mesas cuando nos cogíamos de las manos. No de una mano, de las dos, o cuando brindábamos con nuestro cava favorito. Se nos notaba a la distancia lo que sentíamos. Antes de dejarla en su casa fijamos la fecha de su traslado a la mía, pero antes de hacerlo debíamos ir a visitar a nuestros padres y hacerles saber la decisión. No lo hicimos así, los invitamos a cenar un sábado por la noche en… (ya os lo podéis figurar) y para que a partir de entonces se hicieran la idea de que “serían consuegros”.
De momento, según ella, solo se trajo “lo necesario”. Tres maletas y dos bolsas de viaje. Tuve que hacerle espacio, despejar una mesa en la habitación donde tenía el despacho para que ella pudiera situar su ordenador y guardar en el garaje algunas figuras decorativas para que dispusiera de un lugar donde colocar sus archivos, libros y demás documentos de trabajo. Compartimos armarios donde guardara su ropa y estanterías en el baño para sus potingues de belleza (no los necesitaba, pero todas las mujeres los tenemos).
Nos organizamos las respectivas agendas, borramos del calendario los compromisos superfluos, intentamos compaginar nuestros horarios laborales y acordamos que cualquier problema que tuviéramos lo hablaríamos hasta encontrar una solución. La forma de hablar con toda libertad la descubrimos de una forma inesperada. Una noche me propuso que cada semana o cada quince días, después de cenar, nos sentaríamos y nos diríamos con toda sinceridad que es lo que no nos gustaba a la una de la otra. Parece una tontería pero la convivencia nos demostró lo efectiva que es esa terapia. Corregimos errores y eso nos permitió subir cada noche a la habitación predispuestas a lo que viniera, y si no venía pues… ¡tema para la siguiente sesión terapéutica!
Así transcurrió el tiempo. Yo tenía la doctora en casa. Necesaria, puesto que no me faltaron momentos de bajón en mi salud y que ella, y mi médico de cabecera, tenían controlados…
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No sé el tiempo que pasó anoche entre el momento que llegaron los recuerdos y el que me “despertó” mi madre diciéndome la hora y que era el momento de marchar. Nos despedimos de los vecinos agradeciéndoles sus atenciones. Llegamos a casa, subí a mi habitación. Mi primer deseo fue el de conectar el ordenador pero no lo hice. Llamé a mi madre para que me ayudara, le dije que abriera la ventana pues la noche era muy cálida. Miré el reloj, algo más de las tres de la madrugada. La orquesta seguía con su repertorio…
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(Hoy me he despertado casi a la hora de comer, he aprovechado para tomar el sol en el jardín y no he podido dejar de estremecerme cuando me he sentado en el balancín. Tampoco me ha venido al pensamiento Lucía. ¿Qué me está pasando?)
22:44 horas del día 24 de junio de 2.011